martes, 16 de junio de 2015

Bienvenido a mi casa


 






El jueves 11 de junio la prensa británica informaba del fallecimiento de Christopher Lee pero yo, sencillamente, no podía creerlo. ¿Que son 93 años para el no muerto?

Aunque se reveló contra la última parte de esa definición (como Saruman el Blanco se sintió atraído por la oscuridad y como Drácula, el demonio, fue la oscuridad misma), tanto por su palidez vampírica como por su sobrenombre de mago, el color blanco (tonalidad acromática de claridad máxima y de oscuridad nula) marcó la carrera cinematográfica de Sir Christopher Frank Carandini Lee.

Cuando Bram Stoker creó “Drácula” (novela a la que Oscar Wilde definió como la obra de terror mejor escrita de todos los tiempos) no fue consciente de que estaba otorgando a la figura del vampiro, criatura de la noche que se alimenta de la sangre de otros, la categoría de monstruo high-class. Cuando Cristopher Lee lo interpretó para el cine no fue consciente de que lo estaba elevando a la categoría de icono, porque además de contar con un físico que cumplía a rajatabla las creencias populares transilvanas (consideraban que los vampiros eran flacos, muy pálidos, con largas uñas y puntiagudos colmillos) prestó al personaje su aire elegante y aristocrático que lo convirtió en la envidia de los restantes monstruos (hombres lobo, momias y zombis) que a su lado resultaban pelín proletarios, poco higiénicos y bastante chapuceros.

La ausencia de reflejo en los espejos, su rapidez, capacidad de volar y la falta de sombra, que no dejaba advertir su presencia por mucho que miraras hacia atrás, impedía estar prevenido frente a sus ataques. Solo nos quedaba colgarnos una crucecita al cuello esperando que, en el momento crucial, le hiciera desistir del mordisco fatal pues en mi caso, al carecer del generoso escote que exhibían en sus películas las victimas femeninas a las que transformaba en sus iguales, ni siquiera mi apreciado grupo sanguíneo (O negativo que me convierte en donante universal) me hubiera salvado de una muerte segura.

El terror que me provocaba era adictivo por lo que sí, lo reconozco, lo invité a entrar y ya nunca se fue porque, como todo el mundo sabe, una vez que lo haces el vampiro puede entrar y salir a placer.

“Así tuve oportunidad de observarlo, y percibí que tenía una fisonomía de rasgos muy acentuados.

Su cara era fuerte, muy fuerte, aguileña, con un puente muy marcado sobre la fina nariz y las ventanas de ella peculiarmente arqueadas; con una frente alta y despejada, y el pelo gris que le crecía escasamente alrededor de las sienes, pero profusamente en otras partes. Sus cejas eran muy espesas, casi se encontraban en el entrecejo, y con un pelo tan abundante que parecía encresparse por su misma profusión.

La boca, por lo que podía ver de ella bajo el tupido bigote, era fina y tenía una apariencia más bien cruel, con unos dientes blancos peculiarmente agudos; éstos sobresalían sobre los labios, cuya notable rudeza mostraba una singular vitalidad en un hombre de su edad. En cuanto a lo demás, sus orejas eran pálidas y extremadamente puntiagudas en la parte superior; el mentón era amplio y fuerte, y las mejillas firmes, aunque delgadas. La tez era de una palidez extraordinaria.

Entre tanto, había notado los dorsos de sus manos mientras descansaban sobre sus rodillas a la luz del fuego, y me habían parecido bastante blancas y finas; pero viéndolas más de cerca, no pude evitar notar que eran bastante toscas, anchas y con dedos rechonchos. Cosa rara, tenían pelos en el centro de la palma. Las uñas eran largas y finas, y recortadas en aguda punta. Cuando el conde se inclinó hacia mí y una de sus manos me tocó, no pude reprimir un escalofrío. Pudo haber sido su aliento, que era fétido, pero lo cierto es que una terrible sensación de náusea se apoderó de mí, la cual, a pesar del esfuerzo que hice, no pude reprimir. Evidentemente, el conde, notándola, se retiró, y con una sonrisa un tanto lúgubre, que mostró más que hasta entonces sus protuberantes dientes, se sentó otra vez en su propio lado frente a la chimenea. Los dos permanecimos silenciosos unos instantes, y cuando miró hacia la ventana vi. los primeros débiles fulgores de la aurora, que se acercaba. Una extraña quietud parecía envolverlo todo; pero al escuchar más atentamente, pude oír, como si proviniera del valle situado más abajo, el aullido de muchos lobos”.

La fascinación por estas criaturas fue en aumento y a lo largo de estos años he dejado entrar a otros vampiros en mi vida (de la Saga Crepúsculo a nadie): el Conde Draco de “Barrio Sésamo”, Nosferatu, Blade (mitad hombre mitad vampiro) y su archi enemigo Deacon Frost,  Lestat de Lioncourt, la pequeña Eli... Pero ninguno de ellos consiguió aterrorizarme como lo hicieron los 1,97 metros de altura, los rasgos angulosos y los ojos hipnóticos que Christopher Lee prestó a la figura del Conde Drácula.
Nunca ganó un Oscar pero en 1983, en la 16 edición del Festival Internacional de Sitges, recibió junto a Vincent Price, Peter Cushing y John Carradine, tres de los grandes del cine fantástico, el premio al Mejor Actor por la película “House of the Long Shadows” de Peter Walker. ¡Un merecido reconocimiento!

Puede que el hombre haya fallecido pero el actor vivirá eternamente, como corresponde a su categoría de no muerto, en el corazón de todos los amantes del género de terror.

Ni ristras de ajos (aunque sean D.O. Ajo Morado de Las Pedroñeras), ni agua bendita, ni crucifijos sobre la cama. Tanto mi puerta como mi ventana siempre permanecerán abiertas para Drácula al igual que él, mucho tiempo atrás, me abrió las de su castillo:

 “—Bienvenido a mi casa. Venga libremente, váyase a salvo, y deje algo de la alegría que trae consigo. La fuerza del apretón de mano era tan parecida a la que yo había notado en el cochero, cuyo rostro no había podido ver, que por un momento dudé si no se trataba de la misma persona a quien le estaba hablando; así es que para asegurarme, le pregunté:

— ¿El conde Drácula? Se inclinó cortésmente al responderme.

—Yo soy Drácula; y le doy mi bienvenida (...) en mi casa”.

Los ojos de Sir Christopher Lee relampaguearon malignamente al pronunciar esas palabras.

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