jueves, 2 de enero de 2014

El médico

Esta película del director alemán Philipp Stölzl, basada en la novela homónima de Noah Gordon, narra la vida de  Rob Cole en el Londres del  año 1010, en plena Edad Media, quien al quedarse huérfano consigue sobrevivir ofreciéndose como aprendiz de Henry Croft, un mercachifle que recorre el país con espectáculos de malabarismo que atraen al público a su negocio de barbero en el que lo mismo afeita barbas, que extrae muelas, coloca huesos y vende brebajes misteriosos que remedian cualquier mal. Aprende con él los rudimentos de la práctica médica permitida por la iglesia, hasta que un buen día, impelido por su ansía de curar y un don misterioso que le permite adivinar, con solo tocarla, si una persona está próxima a morir, decide atravesar medio mundo para estudiar medicina con Ibn Sina (fantástico como siempre Ben Kingsley).

Una historia, épica, bien ambientada, entretenida (aunque excesivamente larga), pero bastante superficial. ¡Carece de alma! Vale más por sus silencios que por sus palabras. ¿Qué quiero decir con esto? Pues que la película aunque no ha alimentado en mí deseo alguno de leer el  best seller en el que está basada, si ha despertado mi curiosidad sobre la práctica de la medicina en esa etapa histórica y sobre cómo la misma, entremezclada con ritos, religiones y falsas creencias, determinaba la vida o la muerte de las personas.
Aprovechar la oportunidad
El Imperio romano occidental se desmorona. Al caos político, la miseria y el hambre, se añade una sucesión de plagas y epidemias que propician el abandono de los cultos tradicionales a las deidades romanas.

El sufrimiento y el miedo a la muerte, causado por esas epidemias contra las que no se conocían tratamientos efectivos, hizo crecer la desconfianza en los médicos. En un momento de desmoralización generalizada, la religión cristiana, con su Dios que sanaba tanto el alma como el cuerpo, se presentó como una oportunidad de salvación para los pobres y desesperados. Puesto que el cristianismo predicaba la caridad y el amor al prójimo, sus seguidores, durante las numerosas epidemias que asolaron el Imperio en esos tiempos, cuidaron a los enfermos pese al alto riesgo de contagio existente, lo que le ayudó a ganar adeptos.

La medicina religiosa cristiana (que empleaba el rezo, la unción con aceite sagrado y la curación por el toque de la mano de un santo, como principales medidas terapéuticas) consideraba un deber cuidar al enfermo, pero no se preocupaba de infecciones, ni de posibles contratiempos durante la convalecencia, ni de investigar las causas de las enfermedades: eso formaba parte de la voluntad de Dios y como tal se aceptaba y no se cuestionaba.


La Iglesia empezó a combatir las otras formas de medicina que se ejercían porque se basaban en prácticas paganas, dedicando especial atención y celo a las mujeres sanadoras que eran perseguidas como brujas: “Las brujas sanadoras a menudo eran las únicas personas que prestaban asistencia médica a la gente del pueblo que no poseía médicos ni hospitales y vivía pobremente bajo el yugo de la miseria y la enfermedad. (…) Ante la realidad de la miseria de los pobres, la Iglesia echaba mano del dogma según el cual todo lo que ocurre en este mundo es banal y pasajero. Pero también se aplicaba un doble rasero, pues la Iglesia no se oponía a que las clases altas recibieran atención médica. Reyes y nobles tenían sus propios médicos de corte, que eran varones y a veces incluso sacerdotes. Se consideraba aceptable que médicos varones atendieran a la clase dominante bajo los auspicios de la Iglesia, pero no en cambio la actividad de las mujeres sanadoras como parte de una subcultura campesina.

(…) Los métodos utilizados por las brujas sanadoras representaban una amenaza tan grande (al menos para la Iglesia católica y en menor medida también para la protestante) como los resultados que aquellas obtenían, porque en efecto, las brujas eran personas empíricas: confiaban mas en sus sentidos que en la fe o en la doctrina; creían en la experimentación, y en la relación entre causa y efecto. No tenían una actitud religiosa pasiva, sino activamente indagadora“. (“Brujas, parteras y enfermeras”, Bárbara Ehrenreich y Deirdre English)
  
El oficio de cirujano-barbero ¿diabólico?
El nacimiento de esta peculiar profesión se debió a las disputas entre ambos gremios: los cirujanos tenían estudios pero eran caros; los barberos, incultos e ignorantes, resultaban más económicos y contaban con una cartera de servicios variada por lo que su lista de clientes superaba con creces a la de los primeros. No hace falta decir que cuando se acudía al barbero la mayoría de las veces era peor el remedio que la enfermedad. Un ejemplo para ilustrarlo: ofrecían como remedio para un simple dolor de cabeza una trepanación, pues pensaban que cortando un trozo de cráneo se aliviaba la presión sobre el cerebro causante del dolor. ¡Gracias al inventor del ibuprofeno!
Con la llegada de la primavera la gente solía hacerse una sangría pues se creía que sacar el exceso de sangre equilibraba los humores del cuerpo con lo que se era más resistente a las enfermedades. Para este tratamiento solían usar repugnantes sanguijuelas que colocaban al incauto de turno por todo el cuerpo. Los no partidarios del método anterior disponían de otro más avanzado: sumergían el brazo del infeliz en agua caliente a fin de que las venas resaltaran y así poder verlas mejor. El paciente se agarraba con fuerza a un poste para que las venas se hincharan y entonces el barbero hacía una incisión en la elegida (cada vena era asociada a un órgano) para que la sangre brotara y cayera en un recipiente, denominado sangradera, que hacía las veces de medidor de la cantidad extraída. ¿Y aún se preguntan de dónde viene lo de “paciente”). 
Y mientras en Oriente…

Durante los siglos en los que Europa estuvo sumergida en la Edad Media, Persia florecía intelectualmente y su escuela de medicina se convirtió en el centro principal de la educación médica en el mundo árabe (sus eruditos tradujeron los textos originales de Hipócrates, Aristóteles y Galeno).

La organización de los servicios sanitarios crecía rápidamente (ya en el siglo IX se fundó un hospital en Bagdad). En esos centros asistenciales también se enseñaba medicina. Cuando un alumno terminaba sus estudios debía aprobar un examen que le realizaban los médicos mayores (¡un antepasado del actual examen de MIR!). Los hospitales contaban con salas para los enfermos, en ocasiones diferenciadas según su patología (enfermos de la vista, pacientes con fiebre, etc), cocinas, bodegas y magnificas bibliotecas.

La práctica de la medicina estaba regulada por la hisba, una oficina religiosa supervisora de las profesiones y de las costumbres (una mezcla entre Santa Inquisición y colegio profesional absoluto), que también se encargaba de vigilar a los boticarios y a los vendedores de perfumes.

La cirugía se consideraba una actividad indigna de los médicos y sólo la practicaban los miembros de una clase inferior. De todas las ramas de la medicina, la menos adelantada fue la anatomía porque la disección anatómica estaba, y sigue estando, absolutamente prohibida por el Islam (como se ve en la película, quien se atrevía a practicarla era acusado de nigromante y como tal condenado a muerte), por lo que aceptaron los conocimientos anatómicos de Galeno con todos sus errores.

Y así llegamos al verdadero protagonista de esta historia: Abū ‘Alī al-Husayn ibn ‘Abd Allāh ibn Sīnā. Este filosofo y médico persa, conocido popularmente como Avicena, escribió en el año 1012 “El  Canon de la medicina”, un compendio de todos los conocimientos médicos existentes en la época.

Está dividido en cinco grandes libros: el primero trata de la teoría de la medicina (generalidades sobre el cuerpo humano, la salud, etc), el segundo de la farmacología simple, el tercero describe las enfermedades locales y su tratamiento, el cuarto cubre las enfermedades generales (fiebre, sarampión, viruela, etc) y las quirúrgicas, y el quinto explica con detalle la forma de preparar diversos medicamentos.

El “Canon de la medicina” de Avicena, que se estudió durante siglos en todas las facultades de medicina (en algunos países incluso hasta el siglo XX), fue introducido en Europa a través de la Escuela de Traductores de Toledo por Gerardo de Cremona. Las obras del griego Hipócrates, el romano Galeno y  el persa Avicena constituyeron la base de la educación médica en Occidente desde el año 1300 al 1600.

La historia de este cristiano que debe hacerse pasar por judío (con autocircuncisión incluida sin anestesia) para estudiar en una escuela árabe resulta excesiva. “El médico” no es una película demasiado buena pero tengo que reconocerle un mérito: me ha servido de acicate para indagar sobre una parte de la historia que me ha resultado muy interesante.

Aunque solo sea por eso, la recomiendo.


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